Antonieta no siempre deseaba salir con Martín. Era su amigo, sí, un simple amigo de la infancia. Lo quería mucho, tenía un “algo” que no le permitía abandonarlo en los momentos más duros. Cuando Martín llamaba a su casa no se negaba, sabía la responsabilidad de ser una buena amiga y aunque se fastidiara de las historias trágicas (exageradas) de Martín, siempre, siempre, siempre, salía con él.
Esa tarde habló para invitarla a tomar un trago en la ciudad. Ella, no tenía muchas cosas por hacer. Deseaba quedarse en casa, leer un libro, preparar una taza de café, fumarse unos cuantos cigarrillos, quedarse en piyama el día entero; sin embargo, un ron, una vuelta por la ciudad, sentir el aire nocturno, sentir la boca adormecida después de un par de tragos, era una buena opción… no tan buena… no tan mala.
Dejó el libro en algún lugar de la casa. Se metió a bañar. Se vistió y arregló. Esperó la llegada de Martín. Martín no llegaba. Era impuntual. No siempre, sólo algunas veces. Pasaron veinte minutos, estaba decidida a tomar nuevamente su pijama y buscar el libro cuando escuchó el claxon del viejo carro de Martín.
Al salir, se percató de la sonrisa, blanca y amplia, de Martín. Al parecer no estaba triste. Al parecer sólo quería salir con ella para ponerse al tanto de sus vidas. Subió al carro. Saludó con un beso en la mejilla a Martín. Cambió la estación al radio. Bajó la ventanilla. Sacó un cigarro de su bolso. Fumó y fumó. Dio hondas fumadas al cigarro mientras veía la ciudad pasar, mientras veía la gran ciudad modelar sus luces, sus puentes, sus anuncios, sus prostitutas, sus bares y sus vagabundos. Martín no hablaba. Antonieta no hablaba. Dejaban consumir su tiempo en aquel trasto viejo y ruidos llamado Carro de Martín.
Llegaron al lugar preferido de ambos. Estacionaron el auto y bajaron tranquilamente. Aún en silencio se introdujeron al viejo bar. Las luces no estaban del todo mal: rojas, azules, verdes, todas tenues. Ocuparon la tercera mesa de la izquierda. La mesera se acercó. Les tomó la orden:
Orden de Antonieta y Martín
– Un ron
– Otro ron
Al poco tiempo la dama de cuerpo exuberante regresó con dos vasos en la mano. Colocó uno frente a Martín, otro frente a Antonieta. Todavía no hablaban. El líquido de los vasos disminuyó poco a poco. Las palabras no salían de las bocas de los dos amigos. Antonieta le regalaba sonrisas a Martín. Martín le regalaba miradas a Antonieta.
– Por qué no hablas Martín – le preguntó Antonieta
– Porque no tengo nada sobre qué hablar – replicó Martín
– Entonces por qué vinimos. Por qué me has invitado a salir – le dijo Antonieta
– Porque te quería ver… sí, sólo por eso.
Al escuchar esta frase, Antonieta se ruborizó. Evitó ver a Martín y dirigió una ojeada a los tres hombres del rincón. Todos estaban totalmente borrachos. Antonieta recordó la última vez que sucumbió a los efectos del alcohol. Había sido en casa de Pedro, El Gallego, con tequila y ron, sólo eso recordó.
Martín no veía más a Antonieta. Ahora, veía un poco a la camarera. Veía sus piernas, veía su rostro, veía sus… Antonieta se enojó, se terminó el vaso de ron de un golpe y llamó a la camarera. Pidió la cuenta. Martín se sobresaltó, pero asintió. La dama de las bebidas llevó un papel. Martín sacó su cartera y le dio algunos billetes.
Salieron del lugar y subieron al carro. Antonieta encendió el radio, abrió la ventanilla y fumó un cigarro. Martín no habló. Antonieta tampoco lo hizo. Al llegar a la casa de Antonieta, ésta le regaló una sonrisa a Martín. Él, le dio un pequeña mueca, sólo pequeña y le dijo – Espero haya sido una bonita noche – a lo cual ella respondió – Sí, lo fue. Gracias por venir a verme, Martín – Le dio nuevamente un beso en la mejilla y bajó del auto.
Caminó hasta la puerta mientras Martín la veía con un poco de melancolía, con una pizca de melancolía. Antonieta entró a su casa. Martín arrancó el auto. A Martín le esperaba un largo camino a casa y a Antonieta una novela de algún autor francés del siglo XVIII.